miércoles, 30 de enero de 2019

Aquel fauno degenerado: Capítulo VIII.


Gonzalo había nacido en el seno de una familia tradicional e influyente, de apellido León, en una pequeña ciudad del interior del país. Siendo el primer hijo varón de su generación, su padre sintió el alivio de haber cumplido con su parte en la continuidad del apellido, que durante generaciones sus ancestros había sido considerado muy importante transmitir. Ciertamente, los León eran importantes en su pueblo, sobretodo los hombres, y era fácil hacer la asociación de aquel apellido con la idea de “el rey de la selva”.
Durante su niñez, Gonzalo vivió bajo el cuidado de sus atentos padres y contaba con la satisfacción de todos sus caprichos, por parte de quienes lo rodeaban. Nadie se atrevía a cuestionar la conducta desafiante de Gonzalo, ni siquiera las maestras de su escuela, o las autoridades de la ciudad. En los sonados escándalos de aquel pueblo, era frecuente que Gonzalo fuera el protagonista, o estuviera cerca. Esto comenzó a volverse más problemático conforme Gonzalo crecía, pero la pequeña ciudad se sacó el problema de encima cuando Gonzalo tuvo la edad suficiente para estudiar y debió mudarse.
La gran ciudad no era tan indulgente con Gonzalo, pero aquel nuevo ambiente le ofrecía nuevos desafíos y conquistas que rápidamente fascinaron al joven. Después de todo, Gonzalo era un León y la vida le había enseñado que no había nada que no pudiera hacer.
La confianza en sí mismo lo hacía líder de cuanto grupo formara. Aunque su inteligencia no era la mejor, su tenacidad y a veces la intimidación le permitían alcanzar todo aquello que se propusiera. Logró un título universitario ayudado por su carisma, habilidad que también generaba admiración de las mujeres, muchas de las cuales terminaron acostadas con Gonzalo y que rápidamente eran degradadas y desechadas. Finalmente, su manera de ser lo habían posicionado como Jefe Coordinador General de Proyectos, sin mayores esfuerzos, en la Petrolera del Oeste.
Pero pese a las metas alcanzadas, Gonzalo aún necesitaba más. Si miraba atrás, todo lo que había conseguido le resultaba vulgar y simple. A los treinta y dos años, Gonzalo necesitaba un desafío que lo posicionara por encima de todos los demás León que hubieran existido. El desafío lo había encontrado, justamente, en aquel viaje al bosque del fauno.
Teniendo presente que él era un León, a Gonzalo poco le importó tener que pasar semanas desnudo frente a sus compañeros. Él simplemente sabía que era más hombre que cualquiera. En esas condiciones, el fauno y sus compañeros solo eran presas, como lo había demostrado al acosar a Iván o al obligar a Pedro a que inclinara a sus pies. Incluso había tenido relaciones sexuales con una arpía en su bella forma, cosa que pocos o quizá nadie, había logrado. Poco le importaba el posible hijo de aquella unión, porque un niño no sobreviviría y una niña apenas tenía la oportunidad de lograrlo si era como su madre. El asunto es que ni en el caso de que tal niña sobreviviera, a Gonzalo le importaba.
Además de todo lo que aprendió con el fauno, el verdadero interés genuino de Gonzalo se había despertado recién cuando apareció todo el asunto del pergamino que contenía la receta de los perfumes. La experiencia de los duelos de concilio le hizo notar que lo único que siempre había deseado era el poder. Poder para ser, para hacer y para tener más que cualquier otro, que bajo su encanto irresistible, debían obedecerlo. Aquel manuscrito era la piedra fundamental de todo su imperio, pero el fauno se lo había quitado. Gonzalo vivía esto como la peor injusticia de la que había sido víctima, pero lejos de resignarse, se alimentaba del desafío de obtener algo que por fin alguien se había atrevido a arrebatarle. Por fin Gonzalo León tenía la oportunidad de acechar, herir y matar para  demostrarle al mundo de qué estaba hecho realmente. Su más reciente plan de acción consistía en recuperar el papiro, matar a sus compañeros y al fauno y quedarse para él mismo todos los secretos que había obtenido de aquel bosque. Luego volvería triunfalmente a reclamar del mundo todo lo que a su juicio consideraba suyo, con total impunidad.
Cuando Gonzalo llegó al campamento, decidió ser cauteloso y evaluar la situación. Sigilosamente, se agachó detrás de un arbusto que estaba por detrás del árbol del fauno para observar el panorama. Sintió alivio al notar que todos los demás estaban en visible estado de demacración. Alejandro e Iván parecían haber salido apenas vivos de una avalancha de tierra. Pedro, aunque estaba más limpio, tenía la espalda contracturada y su postura era decadente. El fauno seguía sentado y atado apoyado sobre el mismo árbol, ya que Gonzalo podía ver parte de su cuerpo detrás del árbol. La cara de sus compañeros mostraba malestar y Gonzalo supo que estaban peleando. Cuando Iván se dirigió a desatar el fauno, Gonzalo decidió que aquello arruinaría todos sus planes. No podía permitirlo y lleno de ira, arremetió contra Iván para quitarlo del medio de una buena vez.
—¡Lo mataste!— gritó Pedro, horrorizado, mientras Iván seguía arrastrándose por el piso.
—¿Estás mal de la cabeza? —preguntó Alejandro, alterándose. Pero no pudo acercarse más a Gonzalo, porque una pared invisible lo detuvo.
—No vine a hablar con ustedes— dijo Gonzalo agresivamente, en voz baja. —Vengo a buscar el papiro, ¿Dónde está?
Pedro y Alejandro se encontraban petrificados y no podían responder nada. No era porque Gonzalo tuviera un cuchillo, sino que su perfume los impedía de cualquier acción o pensamiento. Lo que había hecho con Iván, no obstante, reforzaba toda aquella falsa pero convincente impresión que todos compartían acerca del poder infinito de Gonzalo.
—Repito, ¿Dónde está el papiro?
—¡No lo tenemos!— dijo Pedro, que se quebró en llanto, al no poder satisfacer la orden de quien consideraba el ser más respetable del universo. Gonzalo notó la autenticidad de aquel gesto, pero se rehusaba a perder el papiro.
—¡Mentira! ¡Denme el papiro ya mismo, sé que está acá!— gritó, mientras los hombres se cubrían la cabeza, como si Gonzalo tuviera el poder de hacerles caer el cielo encima de sus cabezas.
—¡Ya no hay ningún papiro!— dijo temerosamente Pedro casi al borde del llanto, señalando los restos en el piso. —¡El fauno lo prendió fuego!
Gonzalo miró el arruinado papiro para constatar si lo que decía Pedro era cierto. Para su horror, el aterrado hombre tenía razón. Nada legible quedaba ya de aquel maravilloso documento y una vez que lo verificó, intentó pensar una solución mientras le lanzaba una mirada de odio al fauno.
—Entonces lo vas a volver a escribir— le dijo Gonzalo. —Si existió, entonces podés reconstruirlo con tus habilidades.
—Puedo hacerlo, ¿Pero cómo resuelvo el error de la degradación de todas las fórmulas?— preguntó el fauno, desafiante, incluso desde su inconveniente lugar.
—¿Qué error, la corrección para cada caso?— lanzó Gonzalo.
—No, el error de que la virtud que se quiere representar se degrada en un defecto— respondió el fauno, como si se tratara de una obviedad.
—¿Cómo que se degrada?— preguntó Gonzalo, poniéndose nervioso exigiéndole una respuesta a los gritos mientras tomaba por el cuello al fauno y le acercaba el cuchillo. Los demás hombres lloraban, como si la amenaza hubiera sido hacia ellos.
—¡Hablá, o te mato!
—La fórmula de Iván sólo generó impudor y lujuria. —comenzó diciendo el fauno con voz ahogada, hablando a toda prisa— La de Pedro, se tornó en orgullo y se volvió contra sí mismo; la de Alejandro, lo llevó a la mentira y finalmente la tuya se degradó a la ira.
—¿Qué me importa? ¡A mí me funciona y es lo único que me importa!
—¡Te digo que no funciona!
—¿Quién lo dice, vos?
—Lo digo yo, lo dice Iván...— dijo el fauno sonriendo maliciosamente. Observó la confusa expresión de Gonzalo, que no tuvo tiempo a preguntarle a qué se refería.
Gonzalo dio un pequeño salto al frente al sentir el frío que provenía de un inesperado baldazo de agua que le dio su respuesta. Al girar rápidamente para ver qué había sucedido, vio a Iván parado detrás de él, sosteniendo un balde vacío, con el que había empapado a Alejandro, lavándole así su intimidante perfume. Gonzalo se enfureció y arremetió contra Iván lanzándole una cuchillada, pero el joven logró esquivarla, haciendo que con el envión Gonzalo perdiera momentáneamente el equilibrio y se desestabilizara. Aunque no se cayó, el movimiento le hizo dirigir la mirada hacia el fauno, atado a dos metros. Cargado de ira, se lanzó con todo el cuerpo hacia él, pero el fauno acomodó sus patas de forma de propiciarle a Gonzalo una patada de cabra para enviar a Gonzalo a dos metros de distancia hacia el otro lado. Gonzalo cayó al piso, soltando su cuchillo. Cuando lo quiso recuperar, sintió que alguien le pisaba la mano. Era Alejandro, que ya no tenía miedo porque no sentía el perfume de Gonzalo. Alejandro tomó el cuchillo y se lo lanzó a Pablo, que rápidamente cortó las cuerdas que sujetaban al fauno.
—¡Te ordeno que te corras del medio!— le gritó Gonzalo, enfurecido.
—¿Te ordeno? Estás muy mal…
Alejandro, Pedro, Iván y el fauno se lanzaron sobre Gonzalo para lograr inmovilizarlo. Él forcejeaba con ellos, mientras profería insultos y amenazas hacia todos. Tras una larga contienda, lograron inmovilizarlo con sogas y trapos tomados de las provisiones del campamento. Gonzalo seguía respirando agitadamente y profiriendo toda clase de insultos, pero todos dejaron de prestarle atención, una vez que se aseguraron que estaba firmemente inmóvil.
—¿Cómo sobreviviste a la cuchillada de Gonzalo?— quiso saber Pedro, preguntándole a Iván.
—En realidad, no fue para tanto. Me tiré al piso haciéndome el herido de muerte para que no me notara— dijo Iván y luego miró al fauno con complicidad. —Al final, no soy tan ratoncito asustado.
—Debo admitir que finalmente estaba equivocado— dijo el fauno con alegría.
—Pero aún así esa herida hay que atenderla— dijo Pedro, notando que Iván aún sangraba.
—No es para tanto, no me duele.
—No aún, pero cuando se te vaya el efecto de la adrenalina, dolerá. —observó el fauno.
—¿Qué hacemos entonces? —preguntó Alejandro.
—Todos quédense aquí y cuiden al león de circo.
El fauno se fue tan rápido como pudo y desapareció entre los árboles del bosque. Gonzalo seguía amenazando con que lo soltaran o los mataría a todos, pero sus compañeros no le hacían caso. Después de dos minutos, el fauno apareció con dos botellas, que aparentemente habían sido desenterradas de la tierra donde el fauno las había almacenado.
—Esta loción acelerará la cicatrización y esta botella contiene un licor que alivia dolor, así que ya casi está— indicó el fauno, mientras vertía aquella loción verdosa en la gaza que posteriormente pegó sobre la herida de Iván.
—El destino está de tu lado, porque el filí emetó de la harpía impedirá que la herida se infecte.
Luego de aplicarle la loción a Iván, Pedro tomó un kit de primeros auxilios que tenían entre el equipaje y le vendó la herida. Iván tomó un largo trago de una bebida, que él sintió parecida en sabor al aguardiente. Finalmente, el fauno envió a los tres a que se lavaran en el arroyo.
Cuando terminaron de asearse, los hombres volvieron al campamento donde el fauno cuidaba que Gonzalo no se escapara. Gonzalo ya no hablaba, pero sus compañeros no se confiaban de él. Empezaron a discutir qué debían hacer.
—Creo que lo más conveniente sería concluir con esta experiencia, agradeciendo estar todos vivos— dijo el fauno. —Por su bien, deberían llevar a Gonzalo a casa.
—¡No es justo!— se quejó Iván.
—¡Pero si hasta hace un rato ustedes me consideraban la peor tragedia que les había pasado en la vida!— respondió el fauno.
—Nosotros no tuvimos nada que ver con la ambición y los actos de Gonzalo.— agregó Pedro, también disgustado, en un intento de evadir su responsabilidad.
—Estoy de acuerdo con ustedes, pero no podemos mantenerlo atado indefinidamente— respondió el fauno tranquilamente. Con esta respuesta, todos entendieron que el fauno los había perdonado.
—Y tampoco él aceptará que lo expulsemos— agregó Alejandro, mientras reflexionaba observando la venda que cubría de la herida de Iván.
—Yo creo que es tiempo de corregir a ese tipo —dijo Iván, señalando su herida con enojo. —¡ Al menos yo tengo derecho a que pague por lo que me hizo!
—¡Más cuidado con la ira, porque los eventos de hoy nos demuestran lo contagiosa de esta pasión!— comentó el fauno, reflexivamente.
—No se trata de la ira, sino de lo que es justo— respondió Pedro.
—La justicia es cosa de los hombres y no hay nada parecido en este bosque— discutió el fauno.
—Nosotros somos hombres. —objetó Pedro. —Debe haber alguna forma de reparación posible.
—Pero impartir justicia le corresponde al Poder Judicial, no a nosotros— indicó Alejandro, opinando desde el lugar de abogado.
—¡No estamos en la Ciudad ni en los tribunales!—gritó Pedro, aún más alterado. —Estamos en un bosque donde un tipo decidió hacer su propia ley y yo digo que lo que le corresponde es ponerlo en su lugar.
—Más cuidado con la ira, porque los event...— volvió a repetir el fauno, intencionalmente, para marcar que nadie lo había escuchado.
—¡Ya sabemos eso!— interrumpió Pedro, mediante un alarido. —No propongo hacerle lo mismo, sino encontrar una pena parecida, una analogía que lo haga reflexionar.
—¿Pero con qué vara medirías la magnitud de su pena? ¿con la tuya?— le preguntó Alejandro.
—O con la de Diké— propuso el fauno.
Todo el mundo hizo silencio y miró al fauno, mientras les daba la espalda y se dirigía hacia las cenizas del fuego que había ardido la noche anterior. En la mitología griega, Diké era la personificación de la justicia en el mundo humano y a esta altura, ya nadie se atrevía a preguntarle al fauno hablaba metafóricamente o si en verdad existía tal diosa.
—¿Qué hacemos entonces?— preguntó Iván, acercándose al fauno.
—Vamos a consultarle a Diké— dijo el fauno, como si se tratara de una obviedad.
—¿Y qué necesitamos para hacerlo?— preguntó Pedro, sin estar del todo convencido, pero conforme con que el fauno les hubiera permitido quedarse.
—Por empezar, estaría bien unas disculpas.
—Te pido perdón, en serio.— dijo Iván, mirando al fauno a los ojos.
—Yo también...— agregó Pedro.
—¡Y yo!— exclamó Alejandro, poniendo su mano en el hombro del fauno.
—Esta bien, disculpas aceptadas. ¡Necesitamos una fogata, papel para escribir y agua!— ordenó el fauno.
Alejandro, Iván y Pedro se pusieron a trabajar. En quince minutos, Iván había encendido un montón de ramas y hojas, mientras que Pedro trajo del arroyo un balde lleno de agua. Finalmente, entre todos trajeron a Gonzalo, que profería insultos y amenazas hacia todos y lo ataron desnudo a tres estacas clavadas profundamente sobre el piso, en forma de una Y invertida. Mientras tanto, el fauno repartía hojas que los hombres habían tomado de los objetos de su campamento.
—Ahora, necesito que cada uno escriba los daños que recibieron por parte de Gonzalo.
Los hombres se descargaron profundamente. “Me masturbó contra mi voluntad y me acuchilló por la espalda”, escribió Iván. “Me humilló, me hizo besarle los pies, lamerle las axilas y quiso que comiera arena”, relató Pedro. “Nos humilla a todos constantemente, es gruñón y autoritario”, se descargó Alejandro. “Gonzalo me golpeó en la cara, me pateó, me ató, intentó matarme”, concluyó el fauno.
—Tápenle los ojos— ordenó el fauno. Iván tomó la remera de Gonzalo y rasgó un trozo, que entregó al fauno. —La  envidia es el pecado que mira con deseo y repudio la fortuna y riquezas de otros, tomando cualquier oportunidad para quitarles o privarles de su felicidad. Taparemos tus ojos para que le sea necesario poder oír, más que poder ver.
Gonzalo estaba tan enojado que no dijo nada. No pensaba darles el gusto a sus compañeros y estaba dispuesto a soportar la consecuencia en silencio, hasta que tuviera la oportunidad de vengarse.
—Ahora, tiren sus papeles al fuego— prosiguió el fauno, lanzando primero el suyo. Los tres hombres lo hicieron. El fauno observó el fuego, mientras los papeles se consumían y luego tomó el balde con agua.
—¡Diké, muéstranos cómo borrar la miasma que nos ha convocado, la medida  de la analogía o la antítesis de la ley del contrapaso!— gritó el fauno, arrojando el agua en el fuego, sofocándolo. Una gran bocanada de vapor blanco ascendió de aquel fuego sofocado y ésta tomó la forma de una mujer con con los ojos vendados, que llevaba una balanza y una cornucopia. Pese a estar ciega, la imagen blanca sobrevoló la zona, esquivando a los tres hombres y al fauno de manera lenta y silenciosa, hasta colocarse por encima de Gonzalo, que no podía verla por estar con los ojos vendados. La expresión de Diké era neutral.
—No puedo creerlo— dijo Alejandro, sin poder sacarle la mirada de encima a las mejillas de aquella mujer, que extrañamente consideraba preciosas.
Finalmente la mujer volteó la cabeza hacia los demás, de manera que todos pudieron verle su rostro. Sino era por la venda que le cubría los ojos, los hombres hubieran jurado que los estaba mirando. Finalmente, Diké ascendió lentamente y se perdió en el cielo. Los hombres la vieron desvanecerse entre la copa de los árboles. Esperaron unos segundos parados en el mismo sitio, pero nada sucedió.
—¿Y ahora?— preguntó ansioso, Iván.
—¡Que nadie se mueva!— ordenó el fauno. Pero seguía sin suceder nada, aunque todos esperaban nerviosos el acontecimiento de algo repentino.
—¡Ja, parece que lo que fuera esperaban que pasara, no les funcionó! —bromeó Gonzalo desde el piso, sintiéndose triunfal.
Los hombres seguían en su lugar en silencio. Comenzaban a pensar que quizá para Diké el caso era exagerado. O que simplemente no había una respuesta, o que aquella no se presentaría en ese momento. En este punto, los hombres se conformarían con cualquier señal, por más pequeña que ésta fuera. Mientras los segundos pasaban, una hoja cayó desde la copa del árbol que tenían encima y esta planeó hasta aterrizar sobre el estómago de Gonzalo.
—¿Eso es una señal?— preguntó Alejandro, incrédulo.
—Debe ser la señal de que se aproxima el otoño— bromeó Gonzalo, inmóvil desde el suelo.
Hubo otro instante de contemplación silenciosa, donde todos miraban aquella hoja que se había posado en el abdomen de Gonzalo. Era una hoja ordinaria, no había nada extraño en ella. A medida que los segundos se convirtieron en minuto y medio, Pedro perdió la paciencia y se acercó a retirar la dichosa hoja. Al tomarla, los dedos de Pedro rozaron el estómago de Gonzalo y este dio un pequeño salto.
—¡Ya sé!— exclamó Pedro, que había tenido una visión.
Pedro se dirigió hacia los pies de Gonzalo y empezó a hacerle cosquillas con sus dedos. A Gonzalo se le cortó la respiración, de repente estaba petrificado.
—¡Cortala!— dijo Gonzalo con una voz que denotaba enojo… Y un poco de desesperación.
—¡Gonzalo es cosquilloso!— dijo efusivamente Pedro, sin dejar de recorrer, con sus dedos, la planta del pie derecho de Gonzalo.
—Quizás ese sea su castigo...— reflexionó el fauno, rascándose su barba. —Quizá algo del orden de la risa, aunque sea forzada, pueda curarlo de su carácter insoportable.
La reflexión del fauno se vio interrumpida por una carcajada de Gonzalo, pues Pedro no había dejado de hacerle cosquillas y Gonzalo había llegado a un punto de quiebre donde no podía aguantar más su respiración.
—¡Decidido entonces, yo quiero los pies!— dijo Pedro entusiasmado, recordando la escena en que Gonzalo le había pedido un masaje de pies.
Gonzalo tuvo, de repente, una serie de recuerdos desagradables de su adolescencia, en la que sus amigos solían jugar con cosquillas. Él odiaba que se las hicieran, porque pensaba que esa era una debilidad de la que ciertamente no tenía interés en que se supiera. Particularmente, había un amigo suyo, dos años mayor que él, que solía bromear con cosquillas, a quien tuviera a su alcance. Y Gonzalo recordaba bien las dos veces que él mismo había sido víctima. Habían sido momentos breves, pero Gonzalo lo odiaba por eso y se alegró mucho cuando su amigo se fue a vivir a otro pueblo.
Pero ahora esos recuerdos eran insignificantes en comparación a lo que tenía que soportar. Se encontraba vendado, así que no podía anticipar quién, cómo o cuándo alguna de esas 8 manos atacaría alguna de sus zonas expuestas, ya que se encontraba firmemente atado. Pedro no frenaba con las cosquillas en sus pies y no había nada que Gonzalo pudiera hacer, excepto reir. Una risa que se iba de su control, que intentaba descargar algo de aquella sensación intensa.
Iván no podía creer cómo era que un tipo tan masculino como Gonzalo pudiera haber sido derrotado mediante simples cosquillas. Sí, él también tenía, pero ver a un hombre más grande, musculoso y peludo perder su fuerza mediante el más ligero de los toques, era irónicamente sorprendente. Mientras Pedro seguía disfrutando su venganza, pasando su dedo entre los dedos de los pies de Gonzalo y sus plantas, Iván se preguntó si las peludas axilas de Gonzalo gozarían de la misma sensibilidad. Inmediatamente descubrió que si, porque al presionar ligeramente una zona localizada a pocos centímetros por debajo de sus axilas, Gonzalo enloqueció.
—¡Basta, ya sé que sos Iván!— dijo Gonzalo gritando, pero sin poder dejar de reírse. —¡Basta o te juro que te voy a cagar a trompadas!
Iván lo miró pero no hizo caso. La reacción era la que Iván buscaba, la cual lo incentivó a seguir explorando aquella zona peluda de Gonzalo. Mientras recorría delicadamente aquellas axilas velludas con sus dedos, Iván sintió la humedad de la transpiración de Gonzalo, que se reía agitadamente a centímetros de él. Decidió olerse los dedos para sentir el sudor de su víctima y para su sorpresa, fue algo que le agradó. Los músculos de los brazos de Gonzalo se tensaban intentando bajar los brazos, pero estaba tan firmemente atado que lo único que podía hacer era resistir hasta que Iván se cansara aquella actividad, que había emprendido tranquilamente y con mucho entusiasmo.
El fauno y Alejandro miraban la escena. Luego el fauno decidió participar, sentándose al otro lado de Gonzalo donde estaba Iván, y pasó sus dedos, arriba y abajo, por las costillas de Gonzalo. También aprovechó para probar su abdomen y resultó que también era muy sensible. Gonzalo tenía un cuerpo musculoso y peludo que invitaba a que todos investigaran cuál era su límite. La risa de Gonzalo era contagiosa, como toda risa, e incentivaba a los hombres a no dejar de hacer lo que estaban haciendo para seguir disfrutando de ese pequeño placer. El fauno tocaba las costillas de Gonzalo como si las contara, generándole enormes cantidades de estímulo.
Tras pensarlo un rato, Alejandro decidió sumarse también. Si se había quedado rezagado hasta el final, no era sino más que por una pregunta: ¿Qué tan cosquillosos serían los testículos de Gonzalo? Él recordaba que el fauno lo había instruido directamente acerca de las particularidades de aquella zona, que nadie más había tomado. También había visto los efectos que tal sensación habían provocado sobre Iván, cuando entre todos lo habían obligado a la erección. Pero por otra parte, le parecía un exceso atreverse a tocarle a Gonzalo aquellas partes. Mientras dudaba, algo había pasado: Iván había cosquilleado los rosados pezones de Gonzalo y esto había provocado media erección en Gonzalo. Tímidamente se acercó a aquella zona.
—Esos huevos no se van a cosquillear solos— le dijo el fauno mirándolo, divertido.
Alejandro tenía el aval que estaba esperando. Con la yema de sus dedos, acarició delicadamente los testículos de Gonzalo, que convulsionaba como si lo estuvieran electrocutando.
—¡Ahí no, por favor...!— gritó Gonzalo, a duras penas, sin poder dejar de reírse a carcajadas. —¡Hago lo que ustedes quieran, lo que sea… No puedo soportarlo!— Gonzalo se arqueaba, buscando escaparse, pero no había forma. Estando vendado, había perdido control de qué mano lo estaba tocando y en dónde. De repente, Gonzalo sintió que todas las manos se fundían en un único y sádico ser, causante de su locura.
Alejandro estimulaba delicadamente los testículos y la entrepierna de Gonzalo. También descubrió que su perineo, la zona entre los testículos y el ano, era especialmente sensible. Esto causó una erección entera en Gonzalo, de la cual no podía disfrutar al estar inundado de sensaciones.
—Sabés que una vez cuando yo tenía dieciséis años, estaba con mi novia de catorce en mi casa...—le dijo Alejandro, dirigiéndose a Gonzalo— Ella intentó hacerme cosquillas, yo le dije que no me haga, que no tenía ganas, pero ella no me hizo caso y procedió a hacerme...
—¡Por favor hacé que paren! No puedo soportarlo más.— suplicó Gonzalo, al borde la convulsión, que no estaba escuchando lo que Alejandro le decía.
—La cuestión es que cuando me levanto para que frene, me re vio el bulto y se enojó. Nunca supe por qué será que nos calientan las cosquillas, ahora veo que no soy el único.
El fauno hizo un gesto para que todos frenaran su accionar, lo cual acataron en silencio. Gonzalo sintió la frescura del aire y el alivio de que lo dejaran en paz. Se acercó a Gonzalo para hablarle al oído, de manera que sólo él escuchara.
—Sé que sentís el miedo del desamparo por primera vez en tu vida. Atado y expuesto a la crueldad de los demás. El gran León, finalmente teniendo una experiencia humana. Nadie puede ayudarte más que vos mismo, Gonzalo. Tenés que soportarlo solo y el único camino posible es hacia adelante. Conectate con tu sufrimiento y la experiencia. Dejá todo lo horrible te inunde y luego que te vacíe.
El fauno hizo un gesto y todos volvieron a tomar otra zona del cuerpo de Gonzalo. Los cuatro hombres estaban transpirados, excitados, portando todos enormes erecciones. Había algo de salvaje en aquella escena del bosque, y todos se habían entregado al erotismo del momento. Únicamente al fauno parecía no afectarle, aunque nadie hubiera podido haberlo sabido por su conveniente condición semi-humana.
Alejandro le cosquilleaba una axila, mientras que con la otra se dedicaba a las costillas. Iván sostenía el pene de Gonzalo, masturbándolo ligeramente, mientras le cosquilleaba un pie. Pedro, que estaba ocupado con el otro pie de Gonzalo, tampoco quería perderse del pene de Gonzalo, así que con una pluma estimulaba el glande y el cuerpo del miembro, mientras el fauno se encargaba de los testículos y el ano de Gonzalo.
Realmente, los testículos de Gonzalo eran su parte más sensible, aunque estaban casi a la par con sus pies. Pronto, Iván comenzó a masturbar con mayor firmeza el pene de Gonzalo, que a su vez recibía los estímulos de la pluma de de Pedro y las yemas de los dedos del fauno. La risa de Gonzalo iba en aumento, tanto en volumen como en desesperación.
—Oh, no… Voy a… No me hagan….—se retorció Gonzalo.
Luego, con la intensidad del rugido de un león, Gonzalo se entregó a un increíblemente largo y ruidoso clímax. Pero sus captores, que no habían dejado de estimularlo, sumieron inmediatamente a Gonzalo en una tortura indescriptible. Sentía que sus captores se habían multiplicado, al tiempo que su cuerpo se volvía hipersensible. Tres largos chorros de semen salpicaron sobre su propio pecho peludo y sobre la tierra de alrededor.
Gonzalo pensó que se desmayaría en cualquier momento, o que se volvería loco. Sus tres compañeros se masturbaban con una mano, mientras que con la otra seguían haciéndole cosquillas a sus costillas, axilas y piés. El fauno apretaba ligeramente la cabeza del pene de Gonzalo, lo cual para Gonzalo era como si lo estuvieran electrocutando con mayor intensidad que antes. Finalmente, los hombres fueron acabando sobre el cuerpo de Gonzalo, donde ya estaba su propio semen. Gonzalo no podía verlos, pero sentía, con aquellos chorros de semen tibio, como la satisfacción de cada uno de sus compañeros, resultaba en menos sufrimiento para él. El asco o la repulsión de Gonzalo ya se había anulado hacía tiempo.
Gonzalo ahora se encontraba sobre el suelo, debilitado y exhausto. Su castigo había durado algo más de una hora, pero él sentía que habían pasado días. Aunque nadie dijo nada, esperaban a que Gonzalo estuviera enojado con todos ellos, pero aún así lo desataron. Trató de incorporarse, pero no pudo más que gatear medio metro. Alzó la cabeza para ver a sus compañeros, que lo miraban seriamente. Se desplazó hacia un árbol cercano y logró ponerse de pie. Aún se sentía enojado, pero estaba tan agotado que no podía siquiera hacer el esfuerzo de mantener aquel estado de humor. Con cada respiración, se recuperaba un poco más. Entonces miró hacia la tierra y vio una piedra. Se agachó para tomarla, con la intención de utilizarla como arma, pero nadie hizo nada.
—¿Querés otra sesión de refuerzo?— amenazó Iván. Gonzalo lo miró horrorizado.
—Sí, basta con los golpes, cuchillos y piedras… —dijo Pedro, en tono que denotaba hartazgo. —Ya sabemos tu debilidad, no nos hagas recordártela nuevamente.
Gonzalo se quedó de pie observando cómo ya nadie más le tenía miedo, pero nadie se jactaba de aquello y de alguna manera se sentía aliviado que así fuera. Sentirse por primera vez a la par de un prójimo, aunque sea en la debilidad, no tenía las consecuencias horribles que él imaginaba y por las que muchas veces se había imaginado viéndose perseguido. Era sumamente liberador, como haberse sacado de encima un gran peso. Supo que nada bueno había ya en sostener aquella piedra, entonces la que dejó caer. Al ver a la cara a sus compañeros, no puedo evitar el llanto por la felicidad de recuperar la paz con sus amigos y consigo mismo. Los demás hombres corrieron a abrazarlo.
Luego de aquel abrazo, Gonzalo se dirigió al fauno. Esta era la prueba de autenticidad que esperaban todos.
—¿Qué puedo decir, además de que fui un estúpido y lo siento?— le preguntó Gonzalo al fauno, con sinceridad.
—Como decir, se pueden decir muchas cosas— contestó el fauno.
—Te pido disculpas.
—Aceptadas.
El fauno volteó hacia los demás.
—¿Y podrán ustedes perdonarme a mí, tampoco ajeno de culpas?

Todos lo miraron sorprendidos. Era la primera vez que el fauno tenía en cuenta otra versión, que no fuera la suya propia. Todos bajaron la mirada, porque las cartas estaban echadas sobre la mesa. Los hombres entendían que todo lo que había pasado había ocurrido por la influencia del fauno, pero ellos habían salido en su búsqueda en primera instancia. Además de todo lo que tuvieran para recriminarle, también se habían beneficiado enormemente de sus lecciones.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario